El eclipse de la distancia*, por Daniel Bell**

Texto publicado por Silvia Delfino (compiladora) en:La Mirada Oblicua, Estudios Culturales y DemocraciaCapítulo "Ciudad, medios y modernización" Ed. La Marca, 1993. Buenos Aires.









Hoy, la "actitud dominante-" es visual. La visión y el sonido, organizan la estética y se imponen al público. Casi no podía ser de otro modo en una sociedad de masas.
Los entretenimientos de las masas (circos, espectáculos y teatros) siempre han sido visuales, pero hay dos aspectos distintos de la vida contemporánea que exaltan el elemento visual. Primeramente, el mundo moderno es un mundo urbano. La vida en la gran ciudad y el modo en que se definen los estímulos y la sociabilidad originan una preponderancia de las ocasiones para que las personas vean y quieran ver cosas (en lugar de leer y oír). En segundo lugar, por la naturaleza del temperamento contemporáneo, con su hambre de acción (en contra de la contemplación), su búsqueda de novedades y su ansia de sensaciones. Y es el elemento visual de las artes el que mejor apacigua esas compulsiones.
Una ciudad no es solo un lugar, sino también un estado de espíritu, un símbolo de un estilo distintivo de vida cuyos principales atributos son la variedad y la excitación: una ciudad también da una sensación de magnitud que empequeñece todo esfuerzo aislado por abarcar su significado. Para «conocer» una ciudad, debemos caminar por sus calles. Mas para «verla», debemos permanecer fuera, a fin de percibir su totalidad. A distancia, el contorno "representa" a la ciudad. Su masiva densidad es el choque del conocimiento, su silueta la marca perdurable del reconocimiento. Este elemento visual es su representación simbólica.
El paisaje urbano, hecho por el hombre, está grabado en su arquitectura y sus puentes. Los materiales fundamentales de una civilización industrial, el acero y el cemento, hallan su uso distintivo en esas estructuras. El uso del acero, en reemplazo de la albañilería, permitió a los arquitectos erigir un armazón simple sobre el cual "vestir" un edificio y llevar este armazón a gran altura. El uso del hormigón armado permitió al arquitecto crear formas "esculpidas" con una libre vida propia. En estas nuevas formas hallamos una nueva y potente comprensión y organización del espacio.
En las nuevas concepciones del espacio, hay una eliminación intrínseca de la distancia. Las formas nuevas del transpone moderno no solo reducen la distancia física, creando una nueva exaltación de los viajes y del placer visual de ver tantos lugares diferentes, sino que también las mismas técnicas de las artes nuevas, principalmente el cine y la pintura moderna, tienen el efecto de anular la distancia psíquica y estética entre el espectador y la experiencia visual. El énfasis del cubismo en la simultaneidad y del expresionismo abstracto en el impacto son esfuerzos por intensificar la inmediatez de la emoción, por empujar al espectador a la acción, en vez de permitirle contemplar la experiencia. Tal es el principio subyacente, también, del cine que, en su uso del montaje, va más lejos que cualquier otro arte contempo­ráneo en la regulación de la emoción, al elegir las imágenes, los ángulos de visión, la extensión de una sola escena y la "sinopsis" de la composición.
Tan predominantemente visual se ha hecho la estética moderna que los diques, puentes, silos y redes de caminos -la relación ecológica de las estructuras con el ambiente- se han convenido en preocupaciones estéticas. La organización del espacio, en la pintura, la arquitectura o la escultura modernas, se ha transformado en el problema estético primario de la cultura de mediados del siglo XX, como el problema del tiempo (en Bergson, Proust y Joyce) fue la preocupación estética primaria de las primeras década del siglo. En esta preocupación por el espacio y la forma, la vitalidad de la cultura moderna se ha expresado mejor en su arquitectura, su pintura y su cine. A mediados del siglo XX éstas se han convenido en las artes significativas, y su visión en la visión significativa de nuestro tiempo. En la medida en que el debate acerca de los efectos de la sociedad de masas sobre la cultura elevada no ha comprendido esto -pues tal debate ha sido moldeado por humanistas cuyas concepciones de la cultura elevada se formularon principalmente en lo concerniente a la literatura- no ha logrado abordar el aspecto más significativo de la naturaleza de la cultura de masas, el hecho esencial de que se traía de una cultura visual.
Es muy cierto, creo, que la cultura contemporánea se está conviniendo en una cultura visual, más que en una cultura de imprenta. Las fuentes, de este cambio son menos el cine y la televisión, como medios de comunicación, que el nuevo sentido de movilidad geográfica y social que la gente comenzó a experimentar a mediados del siglo XIX, y la nueva estética que surgió como respuesta. Los espacios cerrados del pueblo y el hogar comenzaron a ceder a los viajes, la excitación de la velocidad (creada por el ferrocarril) y los placeres del paseo, la plage, las plazas y experiencias similares de la vida cotidiana que figuran de modo tan prominente en la obra de Renoir, Manet. Seurat y otros pintores impresionistas y postimpresionistas.
El peso relativo de lo impreso y lo visual en la formación del conocimiento tiene consecuencias de importancia para la coherencia de una cultura. Los medios de comunicación impresos permiten un ritmo personal en el diálogo, en la comprensión de un argumento o en la reflexión sobre una imagen. La imprenta no solo pone de relieve lo cognoscitivo y lo simbólico, sino también, y esto es lo más importante, el modo necesario del pensamiento conceptual. Los medios visuales -por los que entiendo aquí el cine y la televisión- imponen su ritmo al espectador y, al destacar las imágenes y no las palabras, no invitan a la conceptualización sino a la dramatización. En el énfasis que las noticias de la televisión ponen en los desastres y las tragedias humanas, no instan a la purificación o la comprensión, sino al sentimentalismo y la piedad, emociones que se agolan rápidamente, y crean un seudorritual de seudoparticipación en los sucesos. Y como la modalidad es inevitablemente desuperdramatización, las respuestas pronto se hacen altisonantes o aburridas. El arteteatral y la pintura, igualmente, han pasado a nuevas expresiones de impacto y a laexploración de situaciones extremas, y también, más recientemente, al diferenciarse los públicos, el cine.
La televisión, como el más "público" de los medios de comunicación, tiene sus límites. Sin embargo, la cultura visual como un todo, puesto que se presta más fácilmente que la imprenta a los impulsos del modernismo recogidos por la masa cultural, llega a agotarse más rápidamente en el sentido cultural.

*Tornado de Daniel Bell. Las contradicciones culturales del capitalismo. México. Alianza Editorial .Mexicana, 1989.

** Daniel Bell, profesor de literatura investigador y crítico cultural en las Universidades de Harvard y Columbia procura analizar en esta obra de 1976 (como en El advenimiento de la sociedad postindustrial, en El fin de La ideología y en sus escritos sobre cultura de masas) la crisis de las sociedades industriales a partir de las transformaciones de la función social de la cultura. Estos cambios provocan, precisamente, una de las contradicciones a las que alude el titulo, se trata de la tensión entre la creciente racionalidad económica y el "hedonismo" estético del modernismo cultural que, en su rebelión contra las normativas, refuerza la secularización de la ética protestante y la pérdida de autoridad de los valores tradicionales. Bell argumenta que la reivindicación de la autonomía de lo estético produjo la idea de que la experiencia es el valor supremo, que la vida misma debe ser una obra de arte y que el arte sólo puede expresarse contra las
convenciones de la sociedad, en particular de la sociedad burguesa. A partir de entonces la idea de placer como modo de vida se ha convertido en la justificación cultural, si no moral, del capitalismo. Esta contradicción entre el principio regulador de la expansión del capital y la autonomía de la cultura y los sujetos, produce, por lo tanto, la distancia entre la sociedad y la cultura que estuvieron históricamente unidas. El desarrollo capitalista al
destruir la ética protestante, destruye las motivaciones que lo sostienen. Mientras el capitalismo industrial había consistido en la aplicación de energía y la maquinaria a la producción masiva, el postindustrial se centra en la tecnología y en el conocimiento. Así, el principio de igualdad, que en el siglo XIX posibilitó el sufragio y en el XX la paridad de oportunidades, es lo que convierte a los individuos en "masa cultural". La democracia deriva en sociedad de masas y los medios de comunicación son a la vez niveladores y artífices del gusto que garantiza el placer para cualquiera. Las necesidades materiales de
previsión y seguridad ceden su lugar a las "postmateriales": los valores hedonistas y extremadamente subjetivos que destruyen la disciplina de la vida cotidiana burguesa. En el estado postindustrial la escasez es de información, a partir de la expansión de la técnica y de la necesidad de divulgación, la creciente participación de los individuos y la necesidad de coordinar esas actividades en el proceso político. Por eso el hecho político fundamental en la segunda mitad del siglo XX ha sido la extensión de las economías dirigidas por el estado. Las nuevas luchas de clases de la sociedad postindustrial son menos el conflicto entre patrones y obreros que entre varios sectores por influir en
el presupuesto del estado. En este aspecto, su crítica al impulso utópico de la modernidad lo convierte en vocero de los neoconservadores que desprecian el estado de bienestar porque con sus políticas de asistencia alienta, según dicen, las demandas y las "contraculturas" y, en vez de favorecerla política liberal de autorregulación del mercado, exaspera los conflictos. Por eso Bell es uno de los blancos de Jürgen Habermas cuando, al analizar la relación entre cultura y política en los modos de producción de consenso, ataca a los intelectuales que legitiman las administraciones neoconservadoras. Según Habermas, Bell -cuyo análisis, aclara, a pesar de ser prejuicioso no tiene la precariedad de los neoconservadores- se equivoca al no comprender que la cultura moderna se caracteriza tanto por la autonomía del arte como por universalización de los derechos y la moral lo cual incluye también el interés en la preservación y ampliación de los derechos del individuo y de la participación política. Es interesante también confrontar su análisis de la cultura visual como pérdida de la posibilidad crítica por la eliminación de la distancia con la concepción de Michel de Certeau (Capítulo 3) que atribuye a la lectura un carácter productivo no suficientemente explorado.

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